El legado del príncipe

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La partida física del príncipe Felipe, esposo y acompañante de la reina Isabel II durante 73 años, nos deja grandes y poderosas enseñanzas acerca de la adaptación y de aprender a encontrar nuestro lugar.

Ahondando un poco en la historia, la verdad es que Felipe no la tuvo fácil: nacido en Grecia (miembro de monarquía helena), tuvo que huir junto con su familia y exiliarse en Inglaterra en su más tierna infancia (18 meses de edad) en una canasta de frutas, que fue su cuna por aquellos días de viaje en un barco de guerra italiano que lo trasladó a Italia.

Lo que vendría tampoco sería un camino de rosas. Lidiar a los ocho años con el diagnóstico de esquizofrenia de su madre (quien, aseguran algunas fuentes, fue tratada por el mismo Sigmund Freud) y una serie de pérdidas en medio de una infancia y adolescencia solitaria vivida en internados.

Al conocer y luego comprometerse con la entonces princesa Isabel, se pusieron de manifiesto características del “líder sin cargo”: su labor estaría limitada a asegurar que su esposa pudiera reinar.

Para que el compromiso pudiera darse, Felipe tuvo que renunciar a su título real griego, adoptar el apellido de su madre (Mountbatten) y consagrarse a la realeza británica.

Y aunque tal vez la historia lo reseñe como uno de los tantos que fracasó en su misión de modernizar, por lo menos un poco, la rígida institución de la monarquía inglesa, lo cierto es que, con el tiempo, logró conseguir su lugar y aportar para el bien mayor.

A través de su fundación Premio Duque de Edimburgo, permitió que seis millones de jóvenes alcanzaran éxitos en diferentes áreas de sus vidas, partiendo de la base de que cuando son retados y logran sus objetivos, eso se extrapola a otros espacios de su desarrollo.

Más allá de las opiniones encontradas que pueda haber en torno a la figura de la reina Isabel II, tanto los guionistas de la serie de Netflix The Crown como los historiadores en general, tendrán que reconocer que Felipe de Edimburgo fue una figura que supo adaptarse y cumplir su misión sin abandonar sus deseos del bien mayor.

Se cumple en este caso a pie de puntillas el refrán que reza: “Somos lo que hacemos, no lo que decimos”.

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