Después de recibir calificaciones deplorables en todas las asignaciones del noveno grado, y tras haberse establecido que abusaba del consumo de marihuana (todo el día, todos los días), Fernando fue ingresado en un centro de rehabilitación para varones. Bajo la tutela de psicólogos, terapistas y voluntarios egresados, este muchacho manso, cuyo verdadero nombre vamos a proteger, fue abriéndose y pudiendo vocalizar las razones que lo empujaron descuidar sus estudios y a refugiarse en el consumo de sustancias controladas.
«En mi casa, es muy difícil para mí explicar lo que siento», expresó Fernando durante una de las terapias de grupo. «Me da miedo hablar porque temo incomodar a mis padres. Son como una bomba de tiempo… cualquier cosa que digo puede causarles tensión, desaprobación… Por eso me callo. Me encierro en mi cuarto y trato de quitarme del medio. No ser una carga, porque siento que los molesto, como si yo estuviera de más». Luego, Fernando bajó la cabeza y se echó a llorar.
Tras cuatro semanas de terapias, los familiares fueron invitados al centro. Para la ocasión, miembros del personal sirvieron de moderadores entre padres e hijos. Aunque cada circunstancia presentó sus propios matices, muy pronto salió a relucir un común denominador. Algo que, de haberlo sospechado la persona que me incluyó en esta travesía, la habría hecho seriamente reconsiderar su invitación: en cada una de las conversaciones, los que estaban más rotos eran ¡los padres!
Como quedó muy pronto en evidencia, todos estaban pasando por una profunda crisis personal. Uno era alcohólico, otro odiaba su trabajo, a aquél lo traicionaba su mujer, a este le dio por creerse que el mundo estaba en su contra y se defendía como lo hacen quienes padecen del complejo de víctima: apuntando el dedo hacia los demás. ¡En fin! En este grupo, los hijos eran, en gran parte, el reflejo de las deficiencias emocionales, espirituales y mentales de sus progenitores.
Ahora bien, puede que para aquellos que trabajan constantemente en terapias con jóvenes, este “descubrimiento” no fuera noticia. Es muy posible que ya tengan bien claro que el comportamiento difícil, errático y auto-destructivo presentado en muchos niños y adolescentes es pocas veces fruto de un desorden interno, pero sí, a menudo, producto del entorno. No obstante, ahora que tú y yo lo sabemos, no ignoremos la advertencia que esto trae consigo. Ante conductas problemáticas, es hora de cuestionarnos primero a nosotros mismos.
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