Luego de cuatro años de intensos, sádicos y sistemáticos ataques en contra de comunidades inmigrantes de color, los vientos empiezan a soplar a su favor, ya no solo con actos y palabras de buena voluntad, sino ahora sobre todo con pasos concretos desde el ámbito oficial.
Vaya ironía política la que vive el Estados Unidos de hoy: apenas hace unos meses, desde la mismísima Casa Blanca aún emanaban las más crueles políticas migratorias, dictadas con dolo, odio, xenofobia y un racismo tan exasperante que ofendía a la histórica lucha por los derechos civiles.
Ahora, en tan solo un par de semanas, de esa misma Casa Blanca, pero con un nuevo inquilino como Joe Biden, surgen necesarias reivindicaciones en favor de la tradición migratoria de este país, primariamente en forma de órdenes ejecutivas, como las tres firmadas por el nuevo presidente el 2 de febrero, que se suman a otra decena de iniciativas migratorias de relieve, como la propuesta que signó desde el primer día de su mandato. Todas, absolutamente todas, tienden sobre todo a borrar del mapa no solo la mala imagen que dejó un gobierno anacrónicamente supremacista como el de Donald Trump, sino a reconocer con creces las enormes contribuciones que los inmigrantes, documentados o indocumentados, han hecho a la nación que han convertido en su hogar.
Ese paso de la noche al día en el espectro político estadounidense se traduce, por ejemplo, en la ferviente intención de reunificar a las familias que fueron separadas en la frontera sur por las anteriores autoridades; en revisar la política de asilo y el aún insólito e inexplicable —desde el punto de vista del derecho internacional— programa ‘Quédate en México’, que ha dejado en el total desamparo a miles de familias inmigrantes en una de las zonas más peligrosas del planeta; así como esa idea de “restaurar la fe” en el sistema de inmigración estadounidense mediante una “revisión del proceso de naturalización”, además de la erradicación de la mal llamada “carga pública” que ataba de manos sobre todo a los migrantes más vulnerables.
Es cierto que este esquema es apenas un acercamiento a una posible solución a los múltiples y enredados problemas migratorios que creó el gobierno anterior, pero adquiere un significado más que relevante porque permite que la inmigración se abra paso otra vez, quizá ahora con más ímpetu y con un nivel de fiscalización tan maduro, que seguramente animará a las generaciones actuales de inmigrantes y de sus líderes a seguir presionando y a no descansar hasta ver que la presente administración logre, en efecto, avances significativos en la cuestión migratoria para la mayor cantidad de seres humanos posible, los cuales han esperado largos años por una solución que adquiere ahora mismo carácter de urgente.
En ese sentido, el nuevo titular del Departamento de Seguridad Nacional (DHS, por sus iniciales en inglés), el cubano-estadounidense Alejandro Mayorkas, tendrá en sus manos una de las funciones más desafiantes de la actual administración. Ello, porque precisamente a él y a su equipo corresponderá desmantelar la crisis migratoria que generaron Trump y su equipo de asesores más antiinmigrantes y racistas, como Stephen Miller y, en su momento, el supremacista Steve Bannon; es decir, Mayorkas tendrá que trabajar la cuestión migratoria como si se tratase de un campo minado, al principio indescifrable, desmantelando pieza por pieza el caos migratorio que dejó el “trumpismo”, a sabiendas de que a otra administración le sería difícil desenmarañar la madeja de su xenofobia.
Pero esta nueva batalla —esta segunda parte del movimiento pro inmigrante— se libra en contextos aún más siniestros que se niegan a desaparecer, como la reorganización de los grupos supremacistas y antiinmigrantes con el aval de un Partido Republicano endeble, cuya ideología y principios siguen secuestrados por un ala extremista y recalcitrante, incluso en el Senado, que aún intenta salvar el pellejo de un incitador a la insurrección como Donald Trump, quien estuvo a punto de dar un golpe de Estado el 6 de enero pasado mediante un ataque al Capitolio por parte de una turba dispuesta a toda clase de violencia contra su propia democracia.
A lo anterior, por supuesto, se agrega la tarea número uno de todos los países, que es el combate a la pandemia de COVID-19 y la actual estrategia para el suministro masivo de las vacunas que ya han sido aprobadas por el sector médico internacional.
Es decir, son tareas paralelas que buscan su acomodo en el momento histórico actual que lamentablemente politiza todo, sin dar mucho margen al sentido común ni al entendimiento humanista que exige ya este Siglo XXI, que merece nuevas formas de pensamiento y de interpretación de la condición humana; no ideas neofascistas como las que impulsaron Trump y sus asesores, mismos que buscan por todos los medios volver a colarse en un sistema democrático en el que no creen y en el que ya no caben.
Por lo pronto, Biden ya ha dado los primeros pasos hacia la revisión y posterior solución de la crisis migratoria causada con todo propósito por Trump, quien intenta regresar por su fueros a la arena política en cuatro años, como si no hubiese sido suficiente el daño que le hizo a su propio país y a sus más cercanos colaboradores.
Esos primeros pasos, innegablemente, son una nueva visión del fenómeno migratorio, no solo desde el ámbito del nuevo gobierno, sino desde la perspectiva de las propias comunidades migrantes hostilizadas y humilladas hasta no hace mucho tiempo, pero que ahora han dicho basta y que no están dispuestas a permitir el retorno al poder de la intolerancia supremacista.