Un refrán popular asegura que todo tiene solución en la vida, excepto la muerte. Los seres humanos son libres de exponer su vida hasta límites insospechados, pero no de colocar en riesgo a los demás.
La pandemia del Covid-19 deja imágenes de dolor e impotencia, pero también de esperanza, solidaridad, reinvención y liderazgo bambú. Entre unas y otras, a veces aparece un ególatra e irresponsable que ofrece el peor ejemplo a su comunidad.
El caso más sonado ha sido el de Boris Johnson, primer ministro del Reino Unido, quien prefirió inicialmente la llamada «inmunización de rebaño», es decir, el flujo natural de la enfermedad entre las personas de menor riesgo. Los científicos, alarmados, pronosticaron que no hacer nada provocaría medio millón de muertes en ese país. Johnson, en pose enajenada, dio la mano a enfermos de coronavirus hasta que… cayó en cama.
Al rebasar la gravedad, confesó que debía su vida al personal de la sanidad pública británica, en especial a dos enfermeros extranjeros que lo cuidaron día y noche. Resulta curioso, viniendo de un firme defensor del Brexit y crítico acérrimo de los inmigrantes.
San Francisco de Sales decía: «Antes de juzgar al prójimo, pongámosle a él en nuestro lugar y a nosotros en el suyo, y a buen seguro que será entonces nuestro juicio recto y caritativo».
Menos suerte tuvo el fallecido médico inglés Abdul Mabud Chowdhury, el primero en advertir al primer ministro sobre la falta de equipos de protección individual en los hospitales británicos.
En este lado del mundo, el obispo evangelista Gerald Glenn, de Virginia, también murió por coronavirus. Se había viralizado en medios y redes sociales tras afirmar: «Creo firmemente que Dios es más grande que este temido virus. Puedes citarme sobre eso».
Glenn prefirió seguir predicando, instó a los fieles a acudir al culto e ignoró las advertencias contra las reuniones masivas. Hoy, la recomendación de su hija es que todas las personas permanezcan en sus casas.
¡Cuánto daño hacen el ego y la prepotencia!
En otros lados, sin embargo, políticos y gobiernos han actuado eficazmente, dejándose guiar por la comunidad científica y no por sus instintos más básicos. Es el ejemplo de la primera ministra de Nueva Zelandia, Jacinda Ardern, que decretó medidas tempranas como el control fronterizo, la detección rápida y el aislamiento de la población. Este país se menciona como un caso de éxito, aunque solo el tiempo lo certificará.
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