Vale recordar el célebre título de Jaques Monod, en tiempos de la nueva peste. Porque, en este momento, resulta irrelevante afirmar si el virus fue creado en un laboratorio o fue el producto natural de una mutación. Pues, hoy por hoy, nadie logra imponer su verdad científica o geopolítica. Ni hegemonizarla. Y nadie puede confiar en una verdad única. En tiempos de la posverdad mediática, la sombra de un interés ideológico y perverso, daña cualquier certidumbre. Y nosotros, la manada humana, pasiva y alelada, más que nunca distante de los reales actores del poder mundial, no tenemos medios ni voz en este asunto que nos vapulea con el miedo y la incertidumbre.
Dado que no podemos establecer si su origen fue producto del azar o de una necesidad impuesta por el gran orden mundial, no nos queda más remedio que aceptar que su aprovechamiento como mecanismo efectivo para lograr los claros fines de ese poder, es una realidad por: 1) el control global de la población, 2) su desarticulación mediante el aislamiento, convertido en arresto domiciliario general, 3) el brusco cese de las grandes manifestaciones antisistémicas que proliferaron en el mundo hasta octubre del año pasado, 4) la detención del posible colapso del capitalismo, en primer lugar, por su mayor crisis, cuando el uno por ciento de la población, poseedora del 99% de la liquidez mundial (Stiglitz) , se muestra imposibilitada de controlar esta liquidez por la desproporción que existe entre los valores reales de la riqueza real y su representación monetaria, virtual, inflada, multiplicada, al máximo, por el uso y abuso de papeles financieros. Con lo cual, si solo atendemos a estos hechos, la pandemia, igual, ha sido manipulada para lograr fines concretos como si hubiese sido buscada.
Pero tal manipulación puede que deje el problema del capitalismo intacto y, aún más, exhiba sus deficiencias como nunca antes en la historia moderna, con la emergencia brusca de los valores de uso, desnudando y destronando el Imperio de los valores de cambio que se habían tomado el mundo.
De pronto, la vida, la defensa de la vida, de la salud humana, de la solidaridad, de la unión humana profunda, de la cercanía y comunicación (Zizek) ─aunque fueren, estas últimas, tan virtuales como, en otras épocas, fueron la carta, el telegrama o el teléfono─, valores de uso por excelencia, asoman como prioridades que el mercado había postergado. O, más aún, ignorado.
Cuando la única medida eficaz para defendernos de la pandemia, es el aislamiento, ya podemos entrever las dos claras posturas que oponen la salud humana al capital. O la vida a la economía. El valor de uso al valor de cambio. Tal es la cuestión.
A la cual hay que sumar la contradicción en que se debaten, incluso dentro de su propio interior, la política y la economía capitalistas: confinar no solo es controlar, sino, significa también paralizar o, al menos, ralentizar la ganancia.
Si el virus fue creado por una conspiración que buscaba, aparte de lo dicho, reducir la población mundial, en sus estamentos más costosos y precarios ─los ancianos y enfermos─, lo cierto es que, aunque hubiese sido un producto del azar, hoy por hoy, existen las dos realidades pragmáticas que enfrentan, ya sin ambages, a dominantes y dominados. Los unos por la afirmación de los valores del mercado, es decir, del capitalismo neoliberal y los otros, por el retorno de los valores de uso más urgentes.
Salud, educación, seguridad social ─ elocuentes valores de uso─, se revelan, más que nunca, cuando son bienes públicos, como los únicos que pueden defender a los conciudadanos de la barbarie capitalista que quiere destruirlos. De ese modo, se reivindica el rol regulador del Estado frente a la ambición y la codicia sin límites del capital privado que, en la era neoliberal, ha logrado debilitarlo y hasta privatizarlo en buena medida. Las ecuaciones Estado = bien público y Mercado = bien privado, mantienen, a pesar de la corrupción estructural que las acosa, su vigencia. En varias partes hemos dicho que el bien público es el capital de los que no tienen capital.
Ahora, sin la cotidianidad perversa del consumismo, en obligado retiro; sin los valores de la fallida democracia liberal (Biung Chul Han) y cuestionada la notoria falsedad de los noticieros de los grandes medios; sin ese estado forzado de alienación, los dominados pueden sentir, en carne propia, la injusticia y el sometimiento impuesto por el hambre y el miedo.
Ahora pueden verse, de modo nítido, a los proletarios de hoy recorriendo las calles con sus mochilas deliverys, sin leyes ni seguros que los amparen de la precarización de su trabajo. Igual abuso sufren los tele- trabajadores que ahora ven alargados sus horarios sin compensación alguna. Qué decir de ese ejército de reserva laboral de los migrantes.
Sin duda, hemos ganado en transparencia, en obviedad.
Un caldo de cultivo que pareció favorecer, en un principio, al capitalismo más craso. Solo que ese es un caldo hirviente en donde es posible avizorar ya respuestas inéditas que se estarán cocinando, por lo que puede verse en las redes sociales, con formas de resistencia y lucha que serán muy diferentes de las que hemos conocido hasta hoy: multiplicación de redes sociales independientes, quizá hackeos políticos y económicos y hasta manifestaciones callejeras organizadas, como algunas que respetan las más estrictas medidas de prevención y distanciamiento. Y cuántas más.
Varios pensadores han dicho que el mundo va a ser diferente después de la pandemia.
La llamada financiarización (el hecho de que el capital especulativo produzca más ganancias que la inversión en la economía real) no podrá proseguir su loca marcha, sobre todo cuando la gran fuente de ganancias migrará, por fuerza, hacia la investigación científica y, por suerte o por desgracia, hacia la industria farmacéutica.
La liquidez mundial, ahora afincada en una moneda, el dólar, que no tiene, desde Nixon, en 1971, un efectivo respaldo, ya ha buscado refugios más seguros en el oro físico y las criptomonedas como el bitcoin. La pandemia, el lugar de la inseguridad plena, solo hará acelerar ese proceso que ya se había iniciado. Pues la inseguridad busca nichos seguros. Y el dólar y su sede imperial ya no lo son.
Otras formas de organización social se han mostrado en estos días: vecinos de edificios que ni se conocían, obligados por fuerza de las circunstancias, a actuar, conjuntamente, en el cuidado y profilaxis de sus viviendas; municipios que reivindican su autonomía y contradicen las torpes decisiones de los gobiernos; proyectos cooperativistas que ven en el retorno al campo, es decir, a la fuente de valor por excelencia, tanto en el empleo como en la provisión alimentaria, una solución económica y social, efectiva y urgente; editoriales y librerías independientes que se ingenian maneras de aprovechar el valor de uso de la cultura y el tiempo libre que nos ha proporcionado el aislamiento; grupos espontáneos de reflexión, enterados de las ideas de los grandes pensadores de hoy, que cuestionan al neoliberalismo desde sus bases; colectivos rebeldes que instalan emisoras on line y transmisiones en YouTube; grupos de jóvenes solidarios que reparten ayudas a sectores necesitados; proyectos políticos mundiales, embrionarios aún, como la recientemente formada Internacional Progresista que encabezan personalidades como Naomy Klein, Chomsky y Varoufakis. En fin.
En momentos en que la especie humana es amenazada por una pandemia y el planeta entero ha sido depredado hasta rebasar la llamada huella ecológica (el punto en el que la tierra deja de ser sustentable), y el calentamiento global ha trastornado el clima en todas las latitudes, y la inequidad es extrema, es posible que pueda ya plantearse, una toma de conciencia mundial que reformule el proyecto económico y cultural del capitalismo bárbaro y genocida, en aras de una nueva racionalidad que nos salve del horror y de la muerte.
¿Quién dijo que todo está perdido? Con Fito, ya son muchos quienes nos vienen a ofrecer su corazón.
La necesidad está planteada, solo falta que el azar pueda ayudarnos a encontrar el camino correcto de entendimiento y unión humanas.
Sobre autor: Abdón Ubidia escritor ecuatoriano. Premio Nacional de Literatura, 1979. Su obra Sueño de Lobos, 1986, fue declarada El Mejor Libro del Año. Dirigió la revista cultural Palabra Suelta y la editorial Grijalbo. Ha publicado El Cuento Popular 1997, La Poesía Popular 1982, Bajo el Mismo Extraño Cielo, cuentos 1979, Divertinventos 1989, El Palacio de los Espejos 1996. El escritor Ubidia siempre ha estado vinculado al trabajo intelectual, ha participado en múltiples simposios y seminarios en muchas partes del mundo y ha realizado investigaciones de campo como recopilador de leyendas y tradiciones orales. Ha escrito y adaptado obras de teatro. Relatos suyos han sido traducidos al inglés, francés, alemán, rudo e italiano, nos cuenta el periodista Leonardo Parrini.