Uno de cada tres niños en el siglo XX sufrió daños permanentes por su mala alimentación. La comida de las escuelas públicas, cargada de azúcares, cafeína y grasa deterioró la salud física y mental de nuestros hijos, pero eso no fue nada comparado con los daños emocionales causados por un sistema basado en la competencia.
Este sistema ignora los tres principios básicos de la salud psicológica de nuestros estudiantes: la aceptación amorosa, la estimulación verbal con otros niños y adultos, así como la posibilidad de explorar su medio ambiente sin restricciones.
Apoyándose en estos pilares, la educación puede ser un proceso estimulante gracias a las interacciones, las cuales permiten que se tome el conocimiento en lugar de entregarlo. Es una tarea inútil procurar embotellar el conocimiento, porque este se hizo para ser absorbido, nunca empujado.
Sin embargo, eso desgraciadamente no se les enseña a los maestros, la mayoría de los cuales operan en el salón de clases de la manera más inadecuada. Y lo hacen al procurar la memorización de datos, que, al final de cuentas, tendrán muy poco (por no decir ningún) uso en la vida práctica de los seres humanos que preparan para navegar el mundo real.
En verdad, la verdadera educación radica en enseñar a las personas a pensar por sí mismas. Y, para ello, deben recurrir a su creatividad.
En lugar de memorizar las capitales de Europa o los ríos del África, los programas de aprendizaje y los maestros que los imparten deberían enfocarse en el más importante aspecto de la actividad humana: su comportamiento. ¿Y qué define el comportamiento? Pues la filosofía de vida. Lo que cada persona cree, es lo que motivará sus decisiones y reacciones.
Así, en las escuelas de hoy se les enseña a nuestros hijos que el éxito personal es producto de ganarle la partida a los demás y que el premio llega al derrotar al contrincante (o sea a los otros compañeros de clase). En consecuencia, el estudiante empieza a creer que la falta de cooperación es algo positivo y remunerativo. No obstante, la raza humana está hecha para cooperar y colaborar. En la cooperación está la solución a los grandes problemas que aquejan el planeta, la sociedad y la familia.
Lo contrario a la cooperación es la división. El resultado de la división genera egoísmo, codicia y crueldad, tanto a nivel individual como colectivo. La falta de cooperación y su consecuente división es lo que ha formado en estos tiempos el abismo tan profundo entre los que tiene mucho poder, dinero e influencias y los que no gozan de ninguna de estas cosas.
El animal-hombre que opera sin sentido del bienestar de la manada, solo busca perpetuar su supervivencia y asegurar su posición. Dicho estado de competencia produce sentimientos de miedo y aversión. Por eso, el que está “arriba” alivia sus miedos e inseguridades manteniendo una lucha sin cuartel en contra de todos y de todo aquello que cuestione su validez y el adecuado posicionamiento de su persona en la pirámide de poder.
Es esta paranoia lo ha convertido el mundo moderno en un lugar hostil y deshumanizado, y el origen de ello empieza en las escuelas.
Ojalá que las escuelas empiecen ya a formar filosóficamente nuevas generaciones de individuos conscientes de su naturaleza gregaria, de su intrínseca programación para la solidaridad, la cooperación y el bien común. Y ese es mi más ferviente deseo para estas Navidades.